San Antonio: Así empezó todo

Quienes amamos nuestras islas tenemos una idea ya creada de lo maravilloso que debía ser todo antes de la llegada del turismo de masas. Hoy, para conocerlo en mayor profundidad, vamos a reproducir aquí un bonito artículo de Xescu Prats, publicado en el dominical del Diario de Ibiza del 21 de febrero. Esperemos que, dado que ya han pasado varias semanas de su publicación, no resulte un problema reproducirlo, puesto que a día de hoy sólo está disponible para suscriptores, no para todos los lectores. Si esto supusiera un inconveniente para el diario o para su autor, lo retiraríamos enseguida, por supuesto, pero es que está tan bien escrito y cuenta cosas tan importantes que no podíamos dejar de mencionarlo.

Desde aquí, aprovechamos para felicitar a Xescu Prats, por su acertado criterio y su valentía a la hora de poner negro sobre blanco, quizá sea la única voz crítica de toda la prensa ibicenca.

El ‘Portus Magnus’ y la primera piedra que lo cambió todo

A finales del siglo XIX se construyó en Sant Antoni el Palacio Riquer, un chalet de vacaciones que atrajo a los primeros capitalinos. Luego llegaron aristócratas, intelectuales y universitarios, dispuestos a exprimir la alegría que rezumaba aquel inefable paraíso.

Muchas veces las palabras que tendríamos que haber dicho no se presentan ante nuestro espíritu hasta que ya es demasiado tarde. (André Gide).

Si hubiera que poner fecha al instante en que comenzó la transformación urbanística de Sant Antoni, evolucionando de idílica villa marinera e incipiente destino turístico a ciudad hormigonada, saturada y devaluada, probablemente sería el último lustro de los años 50. En aquella época se proyectó el edificio Portus Magnus, primer e infame mamotreto del centro del pueblo, con una altura de trece plantas, que se asienta al final del Passeig de ses Fonts. Dicho inmueble, posteriormente superado por el igualmente espeluznante edificio Tanit, al que se halla adherido, ocupa el solar del antiguo Palacio Riquer o de los Montero, construido a finales del siglo XIX.

Aquel chalet de época impactaba por su geometría, que delineaba en su fachada una sucesión de arcos estilizados, e inició entre la burguesía de Vila la moda de establecerse en Sant Antoni por vacaciones. A los vileros se les fueron uniendo aristócratas y familias potentadas europeas, que practicaban esquí acuático y se mezclaban con los lugareños con camaradería; una camarilla de intelectuales madrileños que encontraron aquí su Ítaca dorada, entre los que figuraban personajes como Rafael Azcona o el matrimonio Aldecoa, y los universitarios franceses del Club de los Argonautas, que pasaban dos meses y medio de asueto aprendiendo a navegar a la vela, pescando a pulmón e improvisando paellas en las playas de los alrededores.

¿Qué habría ocurrido si…?

Imaginar, en el sentido de reescribir el pasado, es pura especulación. Sin embargo, dado que esta sección va encabezada por el epíteto ‘Imaginario de Ibiza’, no resulta del todo improcedente lanzar algunos interrogantes al vuelo: ¿El desaforado crecimiento urbanístico de Sant Antoni fue el origen de su transformación como destino turístico? ¿Qué habría ocurrido si se hubiese limitado la construcción a edificios de dos plantas, aún a costa de crecer hacia el interior? Y más importante: ¿Se puede revertir, aunque sea parcialmente, este efecto? El dilema, obviamente, es de aplicación directa a cualquier otro rincón turístico de Ibiza.

Esta troupe de turistas pudientes, despreocupados y abonados al dolce far niente, gozaba tanto en los antiguos cafés que frecuentaban los payeses como bailando bajo las estrellas en las fiestas y guateques de las primeras salas de fiestas. Acudían, asimismo, a deleitarse con los manjares que ofrecían las nuevas tascas y restaurantes, atendidos por maitres uniformados y cocineros virtuosos; las galerías de arte, que generaron una corriente cultural hasta entonces inédita, y las innovadoras boutiques de moda, que hasta atraían a la gente capitalina. Aquella bahía de Portmany componía el más rutilante, divertido y prometedor escenario turístico de la isla, manteniendo su esencia de pueblo. Aquel Sant Antoni, en definitiva, era la bomba.

Hasta entonces, el único edificio del arrabal que superaba las dos alturas, además de la iglesia, que con su torre de defensa se elevaba por encima de todo el perfil urbano, era el Hotel Portmany, inaugurado en 1933. Solo contaba con tres plantas, las mismas que ahora, sin desentonar un ápice con el resto de construcciones residenciales. Aquella primera piedra del edificio Portus Magnus, sin embargo, marca el inicio de una reconversión imparable.

Fiebre del ladrillo

Aunque la incultura y la miseria sufrida hasta entonces por los oriundos justificaran el ansia, la realidad es que a partir de entonces se desató la fiebre del ladrillo y el cortoplacismo se impuso, fertilizado por el pecunio que aportaban empresarios de ultramar. Nuevos mastodontes de hierro y hormigón, como el citado Tanit, el Fragata, el Carabela, el Ali Bey, el Jamaica, el Aníbal o los dos Faros, proliferaron como champiñones componiendo una muralla opaca que acabó aislando el interior del pueblo del horizonte marinero que antaño disfrutaba. Y en paralelo, hoteles y más hoteles, compitiendo en altura con estos mismos edificios.

Tal vez haya que buscar el origen de la decadencia de Sant Antoni en la carrera sin freno iniciada con el desarrollismo, y no tanto en otros fracasos posteriores, como el turismo de masas o el de borrachera, que más bien parecen una consecuencia de lo primero.

La atmósfera y la estética condicionan por completo el interés que despierta un entorno determinado y el perfil humano de quien lo frecuenta. Visto el resultado, tal vez convendría buscar algo más de inspiración en aquel glorioso pasado y evitar que la inercia siga marcando el rumbo.

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